Cerebro,exabruptos y decir groserías
Las malas palabras, por lo general, tienen mala consideración. Sin embargo, pronunciarlas es un mecanismo que ayuda, entre otras cosas, a aumentar la tolerancia al dolor a partir de una respuesta emocional generada por la amígdala cerebral.
AUTOR: DR. LUIS M. LABATH
Médico Especialista en
Medicina Interna. Ex Director Médico del Hospital José M. Cullen. Miembro de
Honor de la Asociación Médica Argentina. Designado como Maestro de la Medicina
Latinoamericana por la Asociación Médica Latinoamericana.
Artículo de uso libre, sólo se pide citar autor y fuente
(Asociación Educar para el Desarrollo Humano).
Maldecir
siempre ha sido identificado como algo malo y como una forma del lenguaje
bastante baja, agresiva y maleducada. Sin embargo, a pesar de todo, se debe
admitir que es una manera muy efectiva de llamar la atención y de causar un
impacto en quien escucha.
Al
parecer, está relacionado con una parte muy primitiva del cerebro que regula
las emociones y se comparte con muchos otros mamíferos: la amígdala cerebral. Esta estructura
motiva al cerebro, agrede y es responsable de las groserías y de las malas
palabras. Una explicación de ello sería que las amenazas verbales son
procesadas en esta parte del cerebro, a diferencia de otras expresiones del
lenguaje. Es decir, la amígdala
cerebral cumple un papel a
la hora de interpretar el peligro que se deriva del lenguaje (como cuando
alguien amenaza a otro, lo que a menudo conlleva el uso de obscenidades).
También en el cuerpo
amigdalino está la capacidad
de activar el estado de lucha o de huida y, entre otros, el envío de órdenes
para la activación de neurotransmisores como la adrenalina.
Según
el psicólogo de Harvard Steven Pinker (2007), “maldecir activa un
reflejo defensivo similar al de un animal que es herido de repente o encerrado,
y que estalla en una lucha furiosa, acompañada de una vocalización violenta
para asustar e intimidar al atacante”.
El
resultado trae a colación una explicación tan interesante como necesaria para
estas investigaciones. No es que el cerebro esté biológicamente programado para
producir adrenalina cuando escucha una mala palabra, ya que de entrada esta
idea se refutaría con la diferencia entre las obscenidades según el idioma,
sino que el motivo estaría en el mecanismo que ayuda a aumentar la tolerancia
al dolor y que sería esa respuesta emocional a través de la amígdala cerebral la que provoca las obscenidades.
Algo
muy diferente son los estados de coprolalia o cacolalia (vocablo que procede del griego):
quienes los padecen tienen la tendencia patológica de decir obscenidades. Las
investigaciones en personas que sufren de este síndrome sugieren que su causa
puede estar relacionada con una estructura cerebral más profunda: los ganglios basales.
Los
individuos con este trastorno compulsivo son incapaces de controlarse
(trastorno de desinhibición) y, por tanto, caen en múltiples problemas tanto en
su vida personal como laboral. Este hábito de lenguaje obsceno compulsivo es el
resultado de un mal funcionamiento de ciertos neurotransmisores del cerebro, aunque
se desconoce de forma concluyente el origen de esta patología.
Por
otro lado, existen trabajos en casos no patológicos dirigidos a averiguar el
efecto que tienen las groserías porque son consideradas una
herramienta muy poderosa en el lenguaje y la comunicación. Es digno de
curiosidad creciente cómo ciertas palabras siendo tan cortas pueden causar
tanto impacto y evocar sentimientos tan fuertes.
Los
lingüistas han descubierto que las groserías provienen de una zona del cerebro
completamente diferente de cualquier otra forma de comunicación oral. Las
investigaciones demuestran que los niños comienzan a pronunciarlas cuando
cumplen 6 años, o incluso antes.
Es
posible que usar groserías haga parecer a alguien como maleducado
y digno de poca confianza. Sin embargo, podría tener algunos beneficios
sorprendentes: desde favorecer la persuasión hasta ayudar a aliviar el dolor.
Asimismo, decir palabrotas involucra una parte completamente distinta del
cerebro que el resto del vocabulario. También es fácil deducir que
pronunciarlas incrementa la efectividad de un mensaje o lo hace mucho más
concluyente.
El
cerebro maneja las malas palabras de forma diferente que el lenguaje ordinario,
puesto que mientras que la mayoría del lenguaje se ubica en la corteza y en áreas específicas
del lenguaje en el hemisferio izquierdo del cerebro, las groserías podrían estar asociadas a un área más
vieja y rudimentaria como es la amígdala
cerebral.
Las
personas con disfasia (afectadas por una pérdida o trastorno del habla),
generalmente, presentan daño en el hemisferio izquierdo y tienen dificultades
para hablar. Sin embargo, hay muchos casos registrados que pueden usar el
lenguaje estereotípico de manera más fluida, es decir, pueden hacer cosas como
cantar o decir groserías sin inconvenientes.
Una
serie de estudios demostró cómo las palabrotas incrementan la tolerancia al
dolor y, en algunos contextos, pueden ser consideradas como una forma de
cortesía.
Por
ejemplo, un grupo de estudiantes que repite una grosería es capaz de mantener la mano en un
cubo de agua helada más tiempo que aquellos que pronuncian una palabra neutral.
En el mismo experimento se puede registrar también un incremento en el ritmo
cardiaco de los participantes, lo que sugiere una respuesta emocional en sí a
las palabrotas.
Grupos
de investigadores sugieren que el tamaño del beneficio potencial que puede
obtenerse de decir groserías depende de cuán grande es el tabú
asociado a la palabra, lo que probablemente dependa de con cuánta frecuencia la
persona fue amonestada de pequeño por decirla. Al respecto, un estudio
publicado en 2013 halló que personas que habían sido castigadas más veces en la
infancia tenían una respuesta de conductancia cutánea (una categoría que mide
excitación fisiológica) más alta cuando leían en voz alta una lista de groserías en el laboratorio.
Las
personas muy groseras han sido calificadas hace un tiempo como menos
competentes y menos creíbles. Sin embargo, a través de algunas investigaciones
recientes, cabe desmentir la asunción de que decir groserías es necesariamente el resultado de
pertenecer a una clase baja o a una falta de educación o de fluidez en el
lenguaje.
Timothy
Jay y sus colegas encontraron que la tendencia a decir groserías se correlacionaba mucho más con la
fluidez verbal en forma más general, y no era el resultado de tener un
vocabulario deficiente. La universidad de Lancaster (2004) confirmó que aunque
decir palabrotas se reduce a medida que incrementa la clase social, las clases
medias altas dicen groserías en forma significativamente más
frecuente que las clases medias bajas, lo que sugiere que a cierta altura de la
escalera social a la gente no le importan los efectos.
De
todas maneras, parece que para el cerebro las palabrotas ni siquiera son
palabras, sino grumos de emoción. De hecho no están almacenadas donde se halla
el resto del lenguaje, sino que se encuentran en otra área completamente
distinta.
Sabemos
que el lenguaje formal se encuentra en las áreas de Broca y de Wernicke. En
cambio, las palabrotas, aparentemente, están almacenadas en el sistema límbico, un
complejo sistema de redes neurológicas que controla y dirige las emociones.
Frente
a un dolor intenso, las personas de cualquier condición, edad o cultura, por lo
general, sueltan palabras y gritos que en ocasiones rayan lo soez.
Investigadores de la Universidad de Keele (Reino Unido) confirmaron que, al
sentir dolor y expresar en voz alta la palabra que ellas escogieran, el umbral
del dolor se aumentaba de manera importante (mayor resistencia al mismo) en
relación con el lenguaje soez.
Esto,
dicho de manera genuina, aumenta las variables del cuerpo que actúan en el
estrés, ya que al competir el dolor con mantener en el tiempo la voz o el
grito, el cerebro se distrae y la sensación dolorosa tiende a disminuir. De ahí
que se intervenga como una reacción natural de tipo instintivo, a veces
imposible de bloquear.
Estas
novedades sobre el comportamiento neurológico ayudan a explicar por qué todos
los esfuerzos para erradicar los insultos a través de la historia han sido
fallidos.
Prohibir
palabras que en realidad están conectadas a las emociones es tan imposible como
intentar prohibir las emociones en sí: conociendo la naturaleza humana, no hay
chances de que eso funcione.
Estos
conceptos se suelen identificar con los de ordinariez y lo grosero,
aunque no deben confundirse con la totalidad del registro
lingüístico vulgar, coloquial o familiar, ni con las llamadas lenguas
vulgares.
Nuestro
querido e inolvidable Roberto Fontanarrosa (un humorista gráfico y escritor
argentino) decía al respecto:
“Obviamente
no sé quién define a las palabras como malas palabras, tal vez sean como esos
villanos de viejas películas, que en un principio eran buenos, pero la sociedad
los hizo malos”.
Tal
vez...
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Imagen: YELET/ISTOCK/THINKSTOCK
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