El Cerebro:
el placer de vivir vs. vivir para el placer
Sustentar la felicidad en la búsqueda del placer y "la vida placentera" conlleva a un mayor índice de insatisfacción. En cambio, centrarse en conseguir una felicidad auténtica implica poner el enfoque en el compromiso y el valor de las cosas.
Quizás por vivir en conflicto permanente se desea lo que falta; el deseo es carencia y, en la medida que es carencia, la felicidad falla.
Así nos fuimos transformando en buscadores incansables, aunque muchas veces sin claridad. De hecho, una vez obtenido el resultado enseguida gana el aburrimiento como producto de una sociedad que otorga muchas posibilidades de placer rápido, de consumo desmedido y de fácil alcance, a un costo que tampoco importa, siempre y cuando sea inmediato.
Si bien sabemos que los placeres no son iguales en esencia, son producidos en los mismos circuitos cerebrales. Estos divergen en intensidad, calidad y matices; incluso el mismo placer experimentado en condiciones distintas puede resultar muy diferente. Por eso las muchas variables implícitas en cada vivencia placentera de cada cerebro único que pertenece a una persona irrepetible, que se ha ido creando, moldeando y conectando de disímiles maneras, en función de sus genes y de las vivencias.
Este fenómeno cerebral es medido en biología a través del mecanismo motivación-placer-recompensa, que es puesto en marcha con una trilogía definida de deseo-acción-satisfacción. El deseo por algo es impulsado por el neurotransmisor dopamina; la acción, guiada por la adrenalina y la noradrenalina y la resolución, por la serotonina, la cual frena la búsqueda ansiosa. De este modo, el deseo, una vez relajado, produce la satisfacción del logro y frena el motivo primogénito.
Es una conducta determinada por dos estructuras nerviosas que actúan al unísono: la subcortical y el sistema límbico. La primera empuja hacia comportamientos más racionales, mientras que la segunda lo hace hacia los más instintivos.
El sistema límbico se encarga de las acciones básicas para la supervivencia: comer y reproducirnos. Para obtener esto actúan en el cerebro los neurotransmisores que provocan la sensación de placer, apetitiva para el ser humano, dirigiendo conductas para lograrlo.
Es que el ser humano aprende por asociación. Primero siente una experiencia agradable y a continuación la asocia a datos sensoriales externos (la visión y la audición) y también internos (lo que piensa). Estas asociaciones predicen cómo actuar para repetir una experiencia que ya ha gustado anteriormente.
Finalmente, es relacionado el valor placentero con la experiencia y, de esa manera, en el futuro se puede decidir el esfuerzo o el riesgo dispuesto a asumir para volver a obtener la misma satisfacción. En este proceso, la dopamina desempeña un papel esencial, ya que es liberada en las estructuras anteriores del sistema límbico para anticipar lo que sucederá ante el placer, como si alertara y preparara para ello.
La liberación de dopamina también determina una serie de cambios en el cerebro, como la cascada química de neurotransmisores -llamados opiáceos endógenos- que generan la sensación de placer. En conjunto se configura lo que se llama circuito de recompensa del cerebro, basado en buena medida en la dopamina.
Los sistemas de recompensa son centros en el sistema nervioso central que obedecen a estímulos específicos y naturales. Regulados por neurotransmisores, permiten que el individuo desarrolle conductas aprendidas que responden a hechos placenteros o de desagrado. El área tegmental ventral y sus proyecciones dopaminérgicas hacia el núcleo accumbens, la región principal que posibilita el desarrollo de estas conductas. Se conoce como la vía de recompensa cerebral meso-accumbens. Esta vía natural es un circuito emocional que está presente en todos los mamíferos y motiva las conductas aprendidas para la sobrevivencia y la reproducción.
Es el mismo circuito que se activa con acciones relacionadas con el sexo, las comidas, el alcohol, el deporte, la meditación, las sustancias psicoactivas (nicotina, alcohol, cocaína, etc.) o con todo aquello que comporta riesgo de adicción.
En el mundo en el que vivimos existen demasiados estímulos que activan permanentemente el circuito deseo-acción por lo que encontrar un freno adecuado no es tan fácil. Una serie de sustancias como la nicotina, el alcohol, la cocaína o las drogas ilícitas es capaz de activar el botón del placer en el cerebro y de provocar cambios duraderos en las funciones de las neuronas y en las conexiones sinápticas.
El sistema de recompensa no está preparado para ser estimulado por las drogas, pero a medida que pasa el tiempo consumiéndolas se adapta y éstas llegan hasta él y lo activan de manera permanente, por lo que requiere mayores dosis para experimentar placer. Cuando se genera la adicción, simplemente busca evitar el malestar que produce la falta de la sustancia, la conducta adictiva o la abstinencia.
Si bien la intención final no es hacer o hacerse daño, no hay dudas de que es una manera enajenada de caracterizar el desequilibrio emocional en sus diferentes grados. Al no existir una correcta regulación de las emociones, el deseo siempre es urgencia como prioridad de ubicación, y tan solo con ello suprime toda condición de inhibición o cautela y el procedimiento de decisión queda al libre albedrío.
Vivir de esta manera tiene sus exigencias y sus respuestas; algunas son peligrosas, ya que la separación entre fantasía y realidad funde los límites. La mayoría de las veces no hay tiempo o es imposible descifrar el verdadero sentimiento que prevalece.
Si bien cualquier ser humano tiene la capacidad de experimentar placer, eso no es bueno ni malo, solo depende de cómo lo tome cada uno, dónde lo busca y hasta dónde llega para conseguirlo. Todos sabemos que cualquier cosa en exceso es mala y que el placer en exceso se convierte en vicio.
La vida comprometida está basada en gratificaciones que no pueden ser adquiridas por atajos. Por eso toda vida significativa hace referencia a las acciones y las creencias en algo mayor al propio ego, con acciones motivadas por un bien común, mucho compromiso y alta responsabilidad.
A partir de ello, la vida cuenta con un índice de mayor satisfacción y la felicidad auténtica se transforma en un concepto superior al simple hecho de estar fuera de dolor, sentir placer o no sufrir una enfermedad. Porque la felicidad marca la diferencia creando y eligiendo un proyecto guía de conducta en la vida muy por encima del placer, con fidelidad y esfuerzo.
Es que la felicidad en términos plenos es otra cosa. No busca el placer máximo a cada instante o a cualquier costo, tampoco evita el dolor por norma, sino que lo acepta como parte del camino.
Por eso, lo que diferencia a la auténtica felicidad del placer es la creación de un proyecto que guíe la conducta por encima de lo que resulte placentero o no placentero, donde sea vital la elección libre de los límites adecuados con un proyecto que exija compromiso, fidelidad y esfuerzo.
El vacío existencial causante de los perjuicios solo puede ser superado con humanismo y trascendencia, con deseos superlativos para elevar la dignidad del hombre, sin perder de vista que no hay auténtico progreso si no se desarrolla en clave con la buena moral.
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