Fragmento de: "El Jardín de los Senderos que se Bifurcan" de Jorge Luis Borges
En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?¡tiempo!
...Una lámpara ilustraba el andén, pero
las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó:
"¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar contestación,
otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma
ese camino a la zquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda.
Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el
solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se
confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
Por un instante, pensé que Richard
Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto
comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me
recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de
ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de
aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal
para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y
para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres.
Trece años dedicó a esas heterogéneas
fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y
nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto
perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña,
lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya
de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y
reinos...
Pensé en un laberinto de laberintos, en
un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que
implicara de algún modo los astros.
Absorto en esas ilusorias imágenes,
olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado,
percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la
tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad
de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba,
entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba
y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé
que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros
hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de
agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas
descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos
cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del
pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin
prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un
timbre o si llamé golpeando las manos.
El chisporroteo de la música prosiguió. Pero del fondo de la íntima casa un
farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un
farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo
traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón
y dijo lentamente en mi idioma:
-Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña
en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros
cónsules y repetí desconcertado:
-¿El jardín?
-El jardín de senderos que se bifurcan.
Algo se agitó en mi recuerdo y
pronuncié con incomprensible seguridad:
-El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
-¿Su antepasado? ¿Su ilustre
antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los
de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales.
Reconocí, encuader ados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la
Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y
que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un
fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior
de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los
alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente.
Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris.
Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin
"antes de aspirar a sinólogo".
Nos sentamos; yo en un largo y bajo
diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que
antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación
irrevocable podía esperar.
-Asombroso destino el de Ts'ui Pên
-dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía,
en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos,
ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro
y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del
numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición, y se enclaustró durante
trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no
encontraron
sino manuscritos caóticos. La familia,
como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea (un
monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
-Los de la sangre de Ts'ui Pên
-repliqué- seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El
libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado
alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En
cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
-Aquí está el Laberinto -dijo
indicándome un alto escritorio laqueado.
-¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un
laberinto mínimo...
-Un laberinto de símbolos -corrigió-.
Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado
revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son
irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría
una vez: "Me retiro a escribir un libro". Y otra: "Me retiro a
construir un laberinto". Todos imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro
y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en
el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los
hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên
murió; nadie, en las dilatadas tierras
que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió
que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del
problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un
laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que
descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos
instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió
con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el
renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas
palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: "Dejo a
los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan".
Devolví en silencio la hoja.
Albert prosiguió:
-Antes de exhumar esta carta, yo me había
preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro
procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última
página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar
indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las mil y
una noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista)
se pone a referir textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo
de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito.
Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo,
en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso
cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna
parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios
capítulos de Ts'ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el
manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la
frase: "Dejo a los varios
porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el
acto comprendí; El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la
frase "varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la
bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra
confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta
con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi
inextricable Ts'ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos
porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las
contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido
llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces
posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos
pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos
los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.
Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a
esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi
amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano,
pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos
redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia
una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la
sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre
de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada
aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en
cada redacción como un mandamiento secreto: "Así combatieron los
héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar
y a morir". Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro
cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los
divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación
más inaccesible, más intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen
Albert prosiguió:
-No creo que su ilustre antepasado
jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece
años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela
es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên
fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no
se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos
proclamaba -y harto lo confirma su
vida- sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa
buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y
lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema
que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que
quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas,
insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
-En una adivinanza cuyo tema es el
ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Reflexioné un momento y repuse:
-La palabra ajedrez.
-Precisamente -dijo Albert-, El jardín
de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es
el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir
siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es
quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en
cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He
confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la
negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos,
he
restablecido, he creído restablecer el
orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola
vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me
depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me
ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un
error, un fantasma.
-En todos -articulé no sin un temblor-
yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
-No en todos -murmuró con una sonrisa-.
El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos
soy su enemigo. Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el
húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de
invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y
multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla
se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre
era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán
Richard Madden.
-El porvenir ya existe -respondí-, pero
yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón
del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el
revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja,
inmediatamente.
Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación. Lo demás es irreal, insignificante...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario